Cuando estaba estudiando la carrera podría haber ganado el premio a la mujer menos maternal, mis ideas sobre la maternidad distaban mucho de lo que ahora creo y promulgo. A los pocos meses de casada un deseo poderoso me embargó y le decía al papá: ¡Hazme un bebé!
Acordamos dos años sin bebés pero la dicha nos llegó antes. Siempre pensé que cuando estuviera embarazada lo sabría, que el instinto materno me llamaría y experimentaría esa sensación de certeza que muchas madres cuentan. Pero no fue así, el papá fue el que se enteró de todo antes que yo.
Para efectos de seguir contando la anécdota cabe mencionar que el papá es un hombre peculiar, cero macho arregla-todo, al grado de preferir comprar un tostador nuevo a repararle la rendija doblada ó tirar el DVD porque algo no le funciona, pero se compensa con una sensibilidad e intuición admirable.
Así sin más, una mañana de sábado me sentenció: -Estás embarazada. Incrédulamente, ese mismo día, me hice la prueba de embarazo casera, seguimos las instrucciones al pie de la letra pero únicamente salió la raya de control y nos fuimos a tomar unos tragos coquetos. En el camino al restaurant el papá traía una rara expresión, una mezcla de angustia y presentimiento que le duró toda la salida. Cuando regresamos, el papá fue directo al bote de basura a buscar la dichosa prueba de efecto retardado. Me la puso a la altura de los ojos y me dijo: -¿Vez? Estás embarazada.
El vacío que se siente cuando te vas a caer de espaldas de una silla (con su respectivo resumen mental de la vida) fue lo que sentí. Al día siguiente me levanté muy temprano, aguantándome la pipí fui a comprar otras dos pruebas, que también dieron positivo.
Agendé una cita lo más pronto posible para reconfirmar por cuarta vez mi embarazo. Después de que la doctora me tranquilizara los remordimientos del mojito y la cerveza del fin de semana pude entonces medio asimilar entre euforia, risas nerviosas, felicidad y pánico la gran noticia del inicio de este increíble viaje.
